CAZATOPOS

Estaba de pie, inmóvil, en la huerta frente a la casa. Sostenía una pala cruzada delante del cuerpo. Llevaba diez minutos en esta posición. Miraba al suelo, justo en donde acababa la puntera de sus botas. No se movía ni un grano de tierra. Un águila ratonera volaba en círculos hacia la montaña. Pero salvo esta, no había nada a la vista que se moviera. Las hojas de los repollos y las coliflores plantadas en la huerta estaban marchitas y amarillas. Podría haber sacado de la tierra aquellas plantas con una sola mano, con la misma facilidad con que se levanta una palmatoria dejada sobre la mesa. Habían sido separadas de sus raíces.

Cuando vio removerse el  terreno, levantó la pala y golpeó con ellas el suelo, gruñendo al hincarla en la tierra. Dio un puntapié para retirar la tierra levantada. Allí estaban al descubierto los túneles  y el topo culpable, muerto.

Anoche entre la hierba me llamó la atención un extraño artilugio, ¡cuidado!, parece una trampa. Es una trampa matatopos, ¿sustituirá ésta a la paciente y ancestral caza del topo rural come verduras?; y es que, estos topos impertinentes y atrevidos, se dedican ahora a destrozar la impoluta, rasurada y siempreverde moqueta de jardines de propietarios adinerados, campos de golf y demás instalaciones deportivas.

De repente, el perro se puso en alerta, agachó la cabeza y pegó la nariz a la tierra abierta. Respirando pesadamente, empezó a escarbar con las patas delanteras, esparciendo la tierra detrás de él.

¡Cázalo, Mick, cázalo! Félix se puso en cuclillas para observar al animal. Le alegró tener algo que le distrajera un momento y poder descansar la espalda, que hacía tanto rato que le dolía. El perro continuó escarbando lleno de excitación.

¿Quieres atraparlo, eh Mick?

Por fin, depositó un topo sobre la tierra.

¡Ya lo tienes! ¡No lo dejes escapar!

El perro lanzó el topo al aire. El animalillo de pelo gris, con sus quince centímetros de largo y sus ciento cincuenta gramos de peso,  con sus pezuñas semejantes a unas manos minúsculas, su escasa vista y su agudizado oído, este animalillo, famoso por el tamaño de sus testículos y la extraordinaria cantidad de fluido seminal que puede llegar a producir, pareció por un instante desventurado y solo en el cielo.

¡Rápido, Mick!

De vuelta al suelo, incapaz ya de luchar, el topo empezó a chillar.

¡Cógelo!

El perro se comió el topo.

Una vez en Europa. Jon BERGER

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